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23 de enero de 2011

Consuelen a mi pueblo

La siguiente entrada es una transcripción del discurso que preparé para la misa de fin de año de la iglesia de Manzanares y hoy, 23 de enero, día de la democracia, quiero ofrecerlo gratuitamente a mis valientes clientes...


Cuando fui convocada para dar este mensaje, me sentí muy emocionada porque tengo muchas cosas que me gustaría compartir, pero al mismo tiempo asumí un compromiso muy grande con mi bella parroquia y no la quería defraudar. Por lo que acudí al que sabe, sí, al mismísimo Jesús, que a través del Espíritu Santo me sugirió una lectura que no podía ser más perfecta para la ocasión: “Consuelen a mi pueblo”. Tan solo el título de este capítulo escrito por el profeta Isaías lo dice todo: “Consuelen a mi pueblo”. Pero, ¿cómo se consuela a un pueblo? Si tan solo consolar a un familiar o a un amigo, que le tenemos tanta confianza, se nos hace difícil, y Dios nos pide que consolemos a toda una nación.

Por supuesto, en este caso, nos referimos a nuestra querida Venezuela, que este año no se las ha visto nada fácil. Tan solo con abrir el periódico, quisiéramos que el café viniera con una dosis de voluntad para no llorar ante tantas noticias nefastas, sobre sucesos que ocurren apenas a escasos metros de donde nos encontramos. De hecho, no hace falta ni leerlo, porque estoy segura de que la mayoría de las personas que nos encontramos aquí tienen a un conocido que ha sido víctima de la inseguridad o, incluso, nosotros mismos. Y es ahí cuando nos preguntamos, ¿por qué?, ¿por qué está pasando todo esto?, ¿por qué me pasó a mi? ¿Dónde está Dios…? Y es ahí cuando olvidamos el primer mandamiento y comenzamos a perder poco a poco la esperanza, nos volvemos más incrédulos y no solo vamos perdiendo la confianza en el Señor, sino en los demás y hasta en nosotros mismos.

“Consuelen a mi pueblo”. Confieso que fue lo menos que hice a principios de este año. Me encontraba realizando una especialización en Madrid y comencé a escribir a mis amigos de Venezuela unas crónicas de mis vivencias en la Madre Patria, en las que de vez en cuando coleaba unas palabras tentadoras a dejar el país y comenzar de nuevo en “el primer mundo”. No faltó reunión con amigos extranjeros en las que me preguntaban por la situación de Venezuela y recuerdo que lo único bueno que resaltaba era: “sí, tenemos lindas playas…” ¿Y la gente? Cómo nos hemos olvidado de la alegría y el humor que nos caracteriza como venezolanos, la autenticidad y la calidez humana, que solo exportamos cuando viajamos y se nos olvida que es aquí, en este pueblo, donde más debemos cosecharlas. El mundo afuera no está bien, habrán mejores hospitales, habrán mejores ofertas de trabajo, habrá más seguridad, pero si hay algo que escasea a gritos en las grandes civilizaciones, son los valores y me atrevo a decir que en esta parroquia, tan solo los que estamos aquí esta noche, tenemos más principios que toda Manhattan junta, con todos sus rascacielos, tecnología y modernismo.

Y volvemos a la típica pregunta ¿por qué estamos como estamos? Fácil, porque simplemente nos estamos alejando de la palabra de Dios. Si de algo debemos estar seguros, es que este mundo no es de Dios. Hace más de dos mil años Dios envió a su hijo Jesucristo a habitar entre nosotros, a visitarnos, pero sobretodo, a transmitirnos su valiosa palabra y promesa de vida eterna, que quedó bien clara con la resurrección de nuestro salvador. ¿Cómo esa palabra se ha mantenido vigente por más de dos milenios y llegó a nosotros, después de tantas guerras y catástrofes mundiales que nos han azotado durante estos últimos siglos? Por la fe de los discípulos y de todos los profetas que creyeron en esta palabra y sacrificaron sus vidas para que se transmitiera de generación en generación. Y ahora, ¿quién posee esta palabra, este divino mensaje? ¿El Vaticano? No, nosotros. Somos nosotros a quienes Dios nos ha encomendando el divino reto de seguir predicando su palabra, sus hechos, porque tenemos la convicción de que son ciertos, así como su promesa de salvarnos ante las adversidades. Si estamos seguro de ello, por qué nos quedamos gimiendo y llorando en este valle de lágrimas (como reza La Salve) y no salimos a gritar lo que nos enseñó Jesús: cede el paso, da los Buenos Días, habla con los ancianos, juega con los niños, visita a los enfermos, comparte tus alegrías, ayuda a los necesitados, escucha, ríe, baila, besa, ama… consuela a tu pueblo. Y para que vean que no estoy mintiendo, les voy a leer lo que el mismo Yavé le reveló a l profeta Isaías:


La hierba se seca y la flor se marchita,

mas la palabra de Dios

permanece para siempre.

Sube a un alto cerro

tú que le llevas a Sión una buena nueva.

¡haz resonar tu voz, grita sin miedo,

tú que llevas a Jerusalén la noticia!

Diles a las ciudades de Judá:

“¡Aquí está tu Dios!”

Sí, aquí viene el Señor Yavé, el fuerte,

el que pega duro y se impone.


No significa que vamos a ir de puerta en puerta predicando la palabra del Señor, aunque sería lo ideal, porque si lo lleváramos a esos términos, de cada 100 puertas que nos tiran en la cara, una persona se está muriendo porque alguien como tú y como yo ilumine su hogar. Yo lo he comprobado, muchas personas de la Renovación Carismática y de las Misiones de aquí de la parroquia lo han comprobado, y son profesionales que trabajan igual de fuerte que el resto de las personas, pero dedican su valioso tiempo libre para no dejar morir esta palabra. Para 2011, tomemos humildemente el poder que Dios nos concede para cambiar esta sociedad y convirtámonos en profetas del amor y la paz, en el trabajo, en la casa, en las fiestas y hasta en Twitter, porque al abandonarnos en el Señor, no hay mejor modelo y ejemplo de vida que la de nosotros mismos.

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